P E S A D I L L A S



El pacto.

Se me salió el alma por la boca.
Pude verlo desde allí, flotando sobre mí, tendida junto al arroyo.
Quise agarrarla con fuerza para poder volver a tragármela y ser yo de nuevo, pero mis brazos no respondían... Así que se fue... Y se fue tan lejos que no fui capaz de encontrarla, dejándome sola, convertida en un simple pedazo de piel.

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Hasta el final...

Cuando llegamos, lo encontramos sentado en el suelo, abrazado al cuerpo amoratado y rígido de la única mujer a la que siempre había amado.
No sabría deciros con certeza el tiempo que llevaba ahí, así... Pero lo que sí estaba claro era que él, al igual que nosotros, había llegado demasiado tarde.
Recuerdo que la fauna cadavérica comenzaba a aflorar por los orificios de aquella mujer que, a pesar del rigor mortis, sin duda, en un tiempo no muy lejano, tuvo que ser muy bella.
Junto a ella, también en el suelo, había una hoja de papel arrugada, cuya caligrafía se mostraba borrosa, quizás, por las lágrimas. Decía así:

"Liberarme de mi cárcel corpórea me esclavizará para siempre al más terrible olvido. Pero prefiero marcharme por mi propia mano que dejar que dañe mi alma otra vez..."

Él la abrazaba, llorando desconsolado, murmurando una y otra vez una frase que nos helaría a todos la piel: "Te prometo que jamás volveré a masticar tus huesos... Te lo prometo..."

Al oírlo la primera vez, creí confundir lo que estaba escuchando pero, la segunda vez, no hubo dudas para mí: "Jamás volveré a masticar tus huesos..."

Desde entonces no he sido capaz de dormir un solo día sin que, al cerrar los ojos, en la oscuridad de mi cuarto, no retumben en mí esas palabras y no la vea a ella, agachada, llorando, en el hueco del vestidor...

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Muñeca rota.

Cogió suficiente impulso para saltar y salir volando por la ventana. Lo había decidido: Ya no quería seguir con nada de aquello nunca más.
Pensó y se convenció de que, si saltaba, todo sería mucho más fácil. Se liberaría de todo, y por fin podría ser feliz. Así que, sí. ¡Saltó! Saltó y, mientras caía al vacío, pasaron por sus ojos todos aquellos momentos de su vida que había olvidado: El cálido tacto de las manos de su madre al cogerla por primera vez, su perfume, aquellas tardes de juegos con sus hermanos en la calleja a la que daba su casa, las primeras salidas, su primer beso... La caricia suave y el calambre dulce en el estómago que le producía rozar su piel, la brisa en la playa meciendo su pelo... El olor del mar... Y, entonces, recordó que vivir había sido la mejor experiencia de su vida, y que no quería marcharse todavía.
De repente, se dio cuenta de que estaba suspendida en el aire,  de que se precipitaba a gran velocidad hacia el suelo, y de que no tenía nada a lo que agarrarse... Cuando llegara allí, todo habría terminado: Su deseo de ser bailarina, su sueño de viajar alrededor del mundo, tener un hijo para dejar su semilla en la tierra... ¡Todo!

Cuando chocó contra la acera, sólo se escuchó el sonido hueco de sus huesos encontrando el asfalto, y su cuerpo explotando por dentro cual globo pisado a traición. Su mirada se había quedado perdida en el vacío para siempre.

Pobre muñeca rota.

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Irascible.

Todavía lo recuerdo como si fuera hoy...
Como cada noche antes de acostarme, mi chica del servicio se afanaba en cepillarme cuidadosamente el pelo. Debían ser cien las veces que pasara ese cepillo de púas con rebordes encerados por mi larga melena. Sólo podía encargarse ella de hacerlo pues, de haber sido cualquier otra, habría echado a perder el ritual.
Ella, con sus delicadas manos, el calor emanando de su cuerpo, su silencio... No podía ser nadie más.
Yo solía sentarme en el banquito bajo que había en un rinconcito de mi cuarto, frente al espejo.
Me gustaba quedarme mirando cómo lo hacía. Me hipnotizaba.

Una noche, mientras realizaba como siempre el ritual, un cabello se desprendió de mi cabeza debido, sin duda alguna, a su mal hacer. Sentí un calor irrefrenable subir por mi torso hasta escupir fuego por la boca de repente... Con toda la ira del mundo, descargué en ella mi dolor, le arrebaté el cepillo de las manos, la bloqueé en el suelo y le golpeé en la cara hasta hacerla sangrar. Así aprendería a cuidar mejor de mi pelo, ¡aquella desgraciada no tenía ninguna otra tarea que hacer!
Recuerdo que, en ese momento, una gota de su sangre calló cálida sobre mi mejilla. Sentí al instante rejuvenecer... Fue como si me inyectasen oxígeno de repente.
Paré en seco de golpearla entonces, la miré altiva y llamé a uno de mis hombres de confianza para que la llevara a una de las habitaciones vacías, la desnudase, la metiera en el jaulón de los pájaros y la colgase del techo. Daba igual si gritaba. Daba igual si se resistía. Jamás volvería a cometer un error tan horrible. Debía recibir un castigo acorde a su fallo.

Una vez colgada allí, entré para hablar con ella: Me rogaba entre lágrimas que la bajara. Me juraba que no volvería a pasar. Pero, a mí eso, ya no me importaba. Adiestraría a otra chica para que me cuidase el pelo, sería fácil. Y ella serviría de ejemplo para evitar el error.
Lo único que me quitaba el sueño esa noche era encontrar la manera de sacarle la sangre sin matarla del todo, pues me serviría de elixir para liberar mi alma de la senectud...

Me dirigí sin dilación a mi despacho, encendí el ordenador e introduje en el buscador las palabras "Desangrar sin matar"... Oh!, amado internet... En menos de quince minutos tenía la respuesta y solución a mi deseo.
Después de varias horas frente a documentos aberrantes, plagados de detalles que harían vomitar al más duro, había leído lo suficiente como para saber dónde y cómo tendría que cortarle para vaciarla de su sangre y que permaneciera con vida... y un par de cosas más, adicionales. Y, sin más, a la mañana siguiente, me dispuse a ello.

No os daré los detalles. Sólo deciros que utilicé un punzón atado al palo de la fregona. Que coloqué debajo un barreño lo bastante grande como para que cupiera el suficiente líquido que la dejase aletargada, me senté en mi banquito, y esperé.

¡Oh!, ¡Qué placer!... Me hizo sentir de nuevo tan joven, tan pura... que decidí hacerlo para siempre durante el resto de mis días.

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En la oscuridad.

Yo no tengo miedo a la oscuridad. Tengo miedo a lo que hay dentro...
Normalmente no pienso mucho en ello, hasta que abro los ojos y está todo "negro".
Poco a poco, comienzan a emerger de entre las sombras las primeras imágenes grotescas creadas por mi mente en mi yo más interno: La señora sin cabeza, la figura informe...desdibujada, negra, que me "mira" fijamente desde un rincón; las manitas a los pies de mi cama, el rabo sin gato, la mano que me llama en la ventana, desde fuera, desde el vacío... El hombre feo... El terrible hombre feo.

Todos están ahí, observándome. Unos están más lejos, otros tan cerca que hasta puedo olerlos.
Y me aterran. A esas alturas estoy tan asustada que hasta puedo escuchar cómo me late el corazón. Así que, con miedo, mucho miedo, rezando para que lo que toque mi mano en el camino del edredón a la lámpara no sea más que su interruptor, enciendo: Ahí no hay "nadie". Ahí no hay "nada".

Respiro profundo, cierro los ojos, apago de nuevo... Y todo comienza.

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Querida víctima...

Solía gustarme humillarte.
Disfrutaba como un niño cuando te amarraba a aquella silla negra del sótano, te tapaba la boca y quemaba tus pestañas. El fuerte olor a pelo quemado me excitaba en exceso. Pero yo siempre quería más.
Solías resistirte hasta que te dabas cuenta de que aquello nunca iba a cambiar.
Recuerdo que, al principio, las primeras veces, te movías demasiado y acababa quemando también tus mejillas. Entonces la habitación se inundaba de un agradable y extraño olor a carne quemada. Fue así como comencé a comerme tu cuerpo.

Yo sabía que aquello estaba mal. Pero me gustaba. A una parte de mí le gustaba.
Entonces nuestras sesiones a solas pasaron a ser de diez minutos a media hora. Luego a una hora. Y, poco a poco, se convirtieron en mi hobby de todas las tardes.

Disfrutaba. Me encantaba. Y reconozco que siempre volvía con ganas de más.

Como ya te he dicho, querida víctima, primero fueron tus pestañas. Después, tu carne quemada... Hasta que, un día, viendo que ya no quedaba más carne que quemar y que comer, tuve que dar el siguiente paso.
Sinceramente, yo no quería. Me parecía cruel. Me parecía un despropósito. Pero no tuve más remedio que hacerlo. Algo dentro de mí me lo pedía...
Recuerdo que ya te habías acostumbrado al dolor de las quemaduras en tu piel. Ya no gritabas nunca. Sólo me mirabas a los ojos, firme. Hasta que te quemaba. Entonces cerrabas los ojos y te retorcías. Pero nada más. Y dar aquel paso más allá... Me costaba. Te había cogido cierto cariño.

Una tarde me decidí. Fue una tarde cualquiera: Te até las manos y las piernas con cuidado, tapé los ojos, la boca, te cargué como pude al hombro y te dejé en el suelo húmedo del sótano.
Me arrodillé despacio a tu lado y titubeé un segundo. Pero pensé en tu sabor y me decidí. Me acerqué a tu abdomen con mi pequeña navaja de supervivencia, te hice una incisión con miedo. Metí mis dedos y saqué lo primero que cogí.

Ya está. Había cruzado el límite...

Ahora pienso que fui descortés contigo, pues no me digné ni a poner siquiera una manta en el suelo para que no cogieras frío...

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Lili

Una vez cesó la tormenta, Lili, abrió sus ojillos redondos.
Estaba acurrucada en un rincón de su jaula, asustada y muerta de frío.
Sabía que , al amanecer, él volvería para descargar en ella toda su ira y su deseo. Era tan frustrante... Lo único bueno que había en todo aquello era que siempre, al final, se arrodillaba ante ella, acariciaba su pelo con dulzura y le daba de comer.

No sabía desde cuándo estaba allí. Sólo recordaba que hacía mucho tiempo que se había convertido en la mascota de aquel chico pelirrojo y corpulento. Y el dolor...

Pero Lili tenía un plan. Quería marcharse para ser feliz. Sabía que, algún día, sería capaz de escapar. Sabía que él se dejaría de nuevo la jaula abierta y podría correr al fin hacia la libertad. No le importaba dónde iría. Lo había intentado siempre, y nunca había llegado más allá de la verja que le separaba del resto del mundo porque, su madre, de nuevo, volvía a cazarla: " Pequeña Lili", le decía cogiéndole del pelo de la nuca. Su pelo largo, rizado y enmarañado... "¡Eres una desagradecida!", "Siempre olvidas dónde está tu hogar". Y ella, asustada, se rendía. De vuelta en su jaula una vez más. Vestida de princesa, de nuevo; llorando, agarrada a los barrotes... después.

Y siempre volvía sobre el mismo recuerdo antes de quedarse dormida: "Ésta familia cuidará de ti hasta que seas grande." Y, sin pensarlo, allá que con ellos marchó.
"CUIDARÁ", se repetía. Martilleaban en su cabeza esas letras sin cesar...

Pero, lo cierto es que, el tiempo había pasado y, teniendo en cuenta que Lili ya contaba con 20 años de edad, aquellas palabras no importaban demasiado.

¡SSHHHHhhh! ¡Silencio! Ahí viene él de nuevo.



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Perverso...

No necesitaba alcanzarla para hacerla suya...

Como cada día, desde no sabía cuándo, él, desde su pequeño agujero, miraba en la lejanía a Sofía, el gran amor de su vida. 

No sabía cuánto tiempo hacía desde que había comenzado a observarla. No sabía a qué olía su perfume, cómo sonaban sus palabras, ni siquiera cómo abrazaban sus dedos... Pero lo que sí sabía era que la quiso desde que la vio. Y la quiso, sí. La quiso literalmente. Como el que quiere un lápiz, o un chaleco. La quiso así. 

Cada día, él, desde su pequeño agujero, la raptaba para secuestrarla eterna, para pervertirla, adormecerla y dominarla para siempre, en su cabeza. 
Cada día la tocaba, acariciaba su pelo, susurraba a sus oídos, congelaba su aliento... La cuidaba.
Y, después, simplemente, la dejaba ir... 
Y, Sofía, tan pequeña, tan lejana y divertida, tan difícil, complicada y peligrosa, cada día, se cogía de su mano confiada porque, Sofía, en su inocente ignorancia, en el fondo, lo adoraba... 

2 comentarios:

  1. Me a encantado, me parece un escrito muy profundo y la verdad que te deja con ganas de más... Un saludo.

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